Vocaciones de solidaridad. Andaba por los 18 años cuanto terminé mis estudios de bachillerato. No habían sido un paseo ni mucho menos, me costó dios y ayuda superar la reválida de cuarto y en el preuniversitario se me atragantaron las matemáticas, pero allí estaba, ante una de las decisiones más cruciales de mi vida: la prueba de acceso de la Facultad de Medicina. Si la superabas entrabas en Primero, y si no tocaría repetir el intento o buscarse la vida en otra facultad. En el examen había tenido mis aciertos y mis errores, como todo en la vida, así que las dudas revoloteaban en mi cabeza una y otra vez. Menudos nervios cuando llamaron por teléfono avisando que ya habían colgado las listas de admitidos. Dudaba de mis posibilidades, venían a mi mente aquellas respuestas que no llegué a acertar. Cogí el autobús y la angustia iba en aumento. Estaba seguro que no pasaría el corte, mis dos amigos ya se habían quedado por el camino y eso era un mal augurio. Menudo corro se había formado alrededor de aquellas listas. Cuatro filas de gente joven intentando ver el resultado de sus notas. Por sus caras podía deducir que había más desengaños que alegrías. No me atrevía a acercarme, agazapado detrás del tumulto, escondido, parapetado, sin atreverme a mirar. Estaba seguro que no era mi día, además llovía a cántaros y eso siempre ha traído mal fario. Me envalentoné, hice de tripas corazón, abrí paso y me enfrenté a la realidad. Allí estaban, frente a mí, con su veredicto. Comencé a hurgar. A ver, la letra p, donde demonios está la p de Prat. Oh, que desilusión, no estaba en la lista de admitidos en Medicina. Había que ir rápido a la opción B, arquitectura. Si, arquitectura que también es una carrera social, buscar el confort de la gente, conocer su forma de vida, facilitársela. En el fondo me daba igual, en mi familia no había ni rastro de algún antepasado médico ni arquitecto. Lo mío no podía ser vocacional, tal vez una arriesgada necesidad de buscar una salida universitaria ilusionante, un trabajo que sirviera a los demás, pero qué difícil es decidir sin referencia alguna.
En la ventanilla de inscripción de la facultad de Arquitectura, ya guardando cola, se me acercó un conocido – ¿finalmente te has decidido por Arquitectura? -Qué remedio -¿Cómo que qué remedio, si tú has pasado el corte?- ¿Qué dices? ¿Si no estoy en las listas de admitidos? -Que sí que estás, que yo te he visto con mis propios ojos. Regresé a toda prisa para revisar las listas. Estaba aturdido, no podía creerme que me había podido confundir, probablemente sería otro Prat. Con los nervios se me había pasado leer la fila paralela donde estaba mi nombre y dos apellidos. Ninguna confusión. Me quedé petrificado, inmóvil, no pude gritar ni saltar de alegría, permanecí unos minutos callado, ensimismado, sin pensar en nada. ¡Había conseguido entrar! En este preciso momento desaparecieron mis dudas, la elección era correcta, lo intuía, lo sabía. ¿Cómo podría liberarme de este inmenso placer interior?, ¿cómo hacer partícipes a los demás sin algarabía, sin estridencias, con orgullosa humildad? Esa inmensa felicidad lograda tras tanto esfuerzo e ilusión no podía caer en el vacío, me negaba a ello. Tenía que repartirla de alguna manera, y me acerqué al banco de sangre. Distribuí mi alegría en cada gota de la donación para que llegara a cualquier necesitado de ella. Esa fue la primera vez que doné sangre, después vendrían muchas más.
Hay momentos cruciales en la vida que marcan tu destino y el destino de los demás. La medicina es vocacional, pero, ¿cómo sabes que tienes esa vocación? Imposible saberlo hasta que no te metes en harina, hasta que comienzas a ejercer. La donación de sangre también es vocacional, no puede ser de otra forma. Quería ser médico, quería ayudar a los demás y ese mismo día descubrí que sería médico y donante de sangre. He amado mi profesión y la sigo amando después de cuarenta y cinco años de ejercicio. Se lo puedo asegurar con rotundidad: no hay mayor placer que sentirse útil. En el Centro de Transfusión, encontré el eslabón de solidaridad que me faltaba para completar mi felicidad. Es el lugar donde acude gente buena, admirable y generosa deseosa de repartir felicidad con el más hermoso de los gestos: la donación. Siempre hay una primera razón para hacerse donante, y muchas más razones para seguir donando.
Isidro Prat
Nota: el Dr. Isidro Prat es Médico Especialista en Hematología y Hemoterapia. Director del Centro de Transfusión de Málaga (1988-2019) y también fue Presidente de la Sociedad Española de Transfusión Sanguínea y Terapia Celular.